El miércoles 31 amaneció como todos los demás días; soleado y caluroso. Tras el desayuno de queso, fruta y galletas ricas en chocolate, cogimos el coche y nos dirigimos a la reserva Cherokee con la recomendación de visitar su museo y una reconstrucción de un poblado indio de mediados del siglo XVIII. Contrariamente a lo que yo pensaba, la reserva india no aparenta ser un espacio de tipo parque natural, sino una región relativamente pequeña en donde hay vida urbana-rural bastante común con la particularidad de que impera un gobierno indio.
Por tanto, para aquellos de vosotros que nuna hayáis estado en la reserva Cherokee reorientad vuestros pensamientos a una zona cercana al Parque Natural de las Smoky Mountains de Carolina del Norte (es decir, bella de ver) con pueblos y casas en las carreteras que la cruzan.
En la localidad de Cherokee visitamos con un bono especial (apenas un 10% de descuento) el poblado cherokee y el museo indio. El poblado cherokee consistía en una supuesta reconstrucción de lo que hubiera sido uno del año 1750. Una guía nos fue llevando por un recorrido concreto, deteniéndose en pequeños chamizos abiertos con indios cherokee realizando alguna tarea tradicional (tejiendo, fabricando cestos, preparando flechas, etc). Nos dio algo de rabia la sobriedad y sequedad de la anciana que nos conducía de caseta en caseta como fichas en La Oca. Finalmente, nos dio paso a una representación de danza tradicional cherokee en una pequeña explanada central, en donde ocupamos posiciones en una especie de gradas vinculadas a uno de los siete clanes principales (Blue). Las danzas fueron más entretenimiento ligero que representación fidedigna pero si te dejabas llevar por el tono jocoso evitabas fácilmente la vergüenza ajena. Minutos antes, un indio ya mayor nos había contado las particularidades del idioma cherokee, al parecer muy complejo, y la importancia de la explanada para la relación entre los diferentes clanes.
Me quedé con dos datos relevantes:
1) Los cherokee no se parecen en nada a la idea preconcebida que tenemos de los indios. No eran guerreros ni vivían en tipis. Eran granjeros y vivían en cabañas de madera y arcilla.
2) Hasta la llegada de los europeos, desconocían el uso de los metales. Por tanto, toda explicación sobre las técnicas y utensilios indios tenía simpre una parte previa al metal y otra posterior a éste.
El museo nos gustó a todos muchísimo más. Nada más entrar nos recibió XXX, muy mayor, que nos obsequió con un autógrafo en el programa. El recorrido del museo, cronológico, era una inevitable historia de caída, derrota y sumisión inevitable. Conocer el fin de la historia de este pueblo pacífico de antemano no hacía sino acrecentar la angustia sobre las imágenes, textos y paneles expuestos. Creo que estuvimos cerca de una hora y salvo por el aire acondicionado, a tope como en todo EEUU, fue una delicia ir entendiendo todo el proceso de transformación de los indios cherokee desde su particular neolítico hasta nuestros días. Particularmente dura fue su opresión en el siglo XIX, en dnde fueron forzados a migrar lejos de sus tierras, dejando todo su legado y muchas vidas en el camino. Con cierta sorpresa debo reconocer que me esperaba una línea editorial algo más dura sobre este aciago proceso y no la mera descripción del sufrimiento de un pueblo entero.
Tras esta informativa visita, comimos a un par de kilómetros en un restaurante que nos recomendaron en el museo y que regentaban indios. Curiosamente, fue aquí donde vimos a la primera persona de raza negra en Carolina del Norte desde nuestra llegada (una camarera). Tomamos nuestras hamburguesas y sandwiches, aumentamos nuestro particular contador de moteros y volvimos a Bryson City para dar un tranquilo paseo por el Parque Nacional de las Smoky Mountains.
Elegimos un circuito de diicultad baja-media que duraba poco más de hora y cuarto. El recorrido, muchas veces junto a un río y repleto de buena sombra refrescante, prometía el enuentro con dos cascadas. Ahora bien, el término “waterfall” debería significar “pequeño desnivel en un río con acceso a pie” porque la primer de las cascadas nos la saltamos sin verla. La segunda dio para algunas fotos pero poco más. Durante el camino, de corte circular, nos topamos con algún pavo salvaje, varias ardillas y hasta un ciervo, al que conseguí fotografiar desde lejos (elegí el objetivo equivocado, el de 35mm y no el 55-200mm, tonto de mí). Apenas nos encontramos con gente y en general fue un paseo muy agradable y perfecto como preludio de un café con wifi en una cafetería ya identificada en el pueblo. Tras ese café y un infructuoso intento de encontrar un caché en un vagón-oficina, nos dirigimos a la cabaña para preparar el fuego en la parte trasera y poner a calentar los malvaviscos. Así, con la noche ya encima de nosotros, tuvimos un hermoso fuego frente a nosotros, sentados en bancos balancín y sillas, con una salvaje banda sonora de insectos y bichos varios. Con unos palillos largos calentábamos los malvaviscos hasta tener la textura “blandurría” perfecta para adosarles una onza de chocolate y dos galletas con miel; un súper pelotazo de azúcar. Yo sólo pude tomarme uno pero cuenta la leyenda que Angela se tomó dos.
Tras esto y un largo aprovechamiento de la llama con tronquitos cercanos, cenamos dentro de la cabaña las sobras más sanas que encontramos y nos fuimos a la cama preparados para salir de vuelta a Atlanta la mañana siguiente.
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