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Relato para Aventuras en La Marca del Este: La Jarra de Oro by diacritica

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Relato presentado en la II Convocatoria de Crónicas de la Marca del Este, organizado por Holocubierta Ediciones. Dado que no fue seleccionado para el libro, no tiene sentido tenerlo escondido en un cajón.

Autor: Pablo Ruiz Múzquiz, “Diacrítica”


—¡Goblin! —Laurus Cortezaverde gritó desesperado.

—¡Goblin! ¡Goblin! ¡GOBLIN! —repitió mientras corría sujetándose los pantalones a medio atar.

Un enorme gato negro tenía medio cuerpo metido en un barril tumbado y  parecía muy afanado en dar cuenta de su contenido. Cuando Laurus llegó a  él con la mano derecha abierta y el brazo bien estirado hacia atrás, se  revolvió en un instante y se coló rapidísimo por debajo de sus piernas,  llevando en su boca como trofeo escaleras arriba una tira de carne  adobada.

—¡Goblin! ¡como te pille te voy a zurrar hasta que escupas el último  cachito de carne, maldito! ¡Ay, por favor, qué desastre hay en la  despensa! ¡pero si todo estaba bien colocado y cerrado ayer por la noche  cuando me fui a acostar! —Laurus enderezó el barril junto al resto y  miró en su interior palpando con su mano la realidad del estropicio de  su gato ratonero. Empezó a apartar aquellos pedazos que tenían marcas de  dientes o mordiscos pero al final se dio por vencido y extrajo una  buena pila de carne, quizá una cuarta parte de todo el barril, para  asegurarse. Lo último que podía permitirse era que algún cliente lo  acusara de falta de higiene o transmitir enfermedades de animales.

Cerró la puerta de la despensa y dio tres vueltas a la llave, girando  el cuello en todas direcciones alerta para descubrir al insensible  ladrón que le había hecho tirar 30 piezas de plata en carne de la mejor  calidad de Robleda.

Eran cerca de las 7 de la mañana y se preparó para ir al mercado de  abastos, a unas cuantas calles del Paso de Elverion, donde se levantaba  la taberna de la que era dueño, La Jarra de Oro.  Se terminó de vestir y  salió por la puerta de servicio donde lo esperaba su vieja carretilla  de madera.

Volvió a listar mentalmente las cantidades de lo que tenía que  comprar y el cálculo de lo que debería costarle. Se lamentó de que, unos  meses atrás, las mismas cantidades le hubieran supuesto 80 ó 90 piezas  de plata menos pero Tiran Roblealbo había disparado los precios de los  productos frescos venidos del Villorio del Estrecho o incluso de la  Marca del Oeste, más allá de la Fortaleza del Vado. Cierto que había  habido algún intento de protesta pero Tiran era el hombre fuerte de  Robleda, más incluso que el burgomaestre, y los comerciantes críticos  con las subidas de precios habían desistido al poco tiempo.

Con la primavera recién estrenada, la poca luz de la mañana no era  rival contra el frío húmedo característico de la ciudad y Laurus se  apretó bien el abrigo de lana y cuero mientras empujaba la carretilla  por el tramo principal del Paso de Elverion.

A esas horas poca gente se dejaba ver por las calles. Cuando llegó a  la altura del Callejón de Aduanas se cruzó con dos alguaciles que  realizaban su ronda por el casco norte, seguramente en dirección a la  Puerta del Vado, cerrada hasta mediodía. Al poco rato se le unió un  posadero conocido de él, Grady Trennan, reciente comprador de una  destartalada casona que había convertido en acogedora fonda. Grady era  un hombre apacible y solícito y, en buena medida, se parecían de  aspecto. Ambos, Laurus y Grady, eran relativamente altos y fornidos,  alejados de la imagen obesa y sucia de tantos otros taberneros y  posaderos. Se saludaron con la cabeza y unos buenos días apenas  pronunciados.

Antes de llegar a la plaza pasaron por delante de la casona del  burgomaestre. Varios guardias protegían el recinto vallado que la  rodeaba y se podía distinguir algo de luz por alguna de las ventanas del  segundo piso. Seguramente, pensó Laurus, estarían conspirando para  crear un nuevo impuesto a la cerveza de importación, justo lo que ahora  menos necesitaba.

Cuando llegaron a la plaza se notaba un ambiente más vivo. Gente de  pelaje variado iba de un sitio a otro e incluso tuvieron que apartarse  para dejar paso a un sencillo carruaje techado tirado por caballos que  iba en dirección opuesta. Ahí, en el centro mismo, se encontraba el gran  roble, símbolo de la fundación de la ciudad y superviviente de ataques  pasados.

Laurus le dedicó una mala mirada a la Parada, una posada en la zona  oeste de la plaza, perfectamente ubicada y de magnífica calidad de  construcción. Estaba harto de tener que escuchar que sus caldos eran los  mejores cuando quien afirmaba tal cosa solía ser un ignorante borracho  con demasiado oro que tirar. Grady se dio cuenta de esto y miró a Laurus  e hizo un gesto de complicidad al tiempo que avanzaron hasta el otro  extremo de la plaza. Allí nacía la calle del Trasíbulo y podía  divisarse, por el ángulo de construcción, el precioso edificio del  Consejo de Vecería, orgullo de la mejor mampostería de toda Robleda.

Con el caminar y el esfuerzo de empujar la carretilla, el calor había  subido hasta las mejillas de Laurus y paró un instante para aflojar su  abrigo y sentir algo de fresco reconfortante. Grady aprovechó para  preguntarle por sus asuntos.

—Nada bien, nada bien —respondió preocupado Laurus—. La cerveza está  por las nubes y el vino del sur me lo cobran como si pesaran oro. Por si  fuera poco, la gente sólo me pide estofado de pollo y me tengo que  comer yo la ternera o algún pedazo de buey con el que me atrevo, idiota  de mí.

Grady Trennan le rió de buena gana la amarga queja.

—¿Se puede saber de qué te ríes? —le preguntó molesto Laurus.

—¡Oh, no te enfades, amigo, pero es que te cambiaría todos tus problemas por el mío —respondió entre risas Grady.

—¿Qué problema tienes, si se puede saber? ¡a lo mejor lo prefiero! —siguió preguntando Laurus.

—Se llama Sasha y es mi hija adolescente, te aseguro que no lo  prefieres —soltó Grady con una gran carcajada a la que no tuvo más  remedio que sumarse Laurus mientras reanudaban su paso hasta la plaza  del mercado.

Cuando superaron la esquina donde tenía su lugar una de las joyerías  más importantes de Robleda, descubrieron el mercado de abastos. Unas  estructuras temporales pero recias servían de parapeto y separación para  las diferentes zonas y comercios. Detrás se elevaba el castillo del  Duque Reginbrad, hombre fuerte de la Reina Vigdis II en Robleda, que  supervisaba el gobierno de la ciudad, delegado en el burgomaestre, como  siempre había sido tradición en los cientos de años de historia de  Robleda a modo de fuero especial.

En ese punto Grady y Laurus se separaron y Laurus se dirigió a un  tendero de fruta al que siempre compraba las manzanas y peras. Puso los  varios kilos de éstas en su carretilla y vio menguar su bolsa más de lo  esperado. A continuación se paseó por entre los carniceros, examinando  desde un brazo de distancia la frescura del género. Cuando encontró un  costillar de cabrito que le pareció adecuado tuvo que regatear un poco  el precio. Al final, cedió a cambio de llevarse también 5 hermosos  pollos. Lo siguieron las verduras, algunas cebolletas, unas pocas  hierbas para tomar hervidas y 6 kilos de patatas nuevas. Con la  carretilla prácticamente llena sólo quedaban los encurtidos, en un  extremo más escondido del mercado. Cuando llegó hasta allí, el dueño,  Norek, parecía estar esperándolo como a su cliente favorito.

—¡Laurus, a ti te estaba esperando! Acércate y prueba estas aceitunas  con tomillo. Si no te gustan, te regalo medio kilo —le saludó Norek.

—No vengas con bobadas, Norek, ya sabes que me pirro por las  aceitunas y mi cara de placer me delataría hasta muerto, pero no te voy a  decir que no, que he desayunado poco y vengo cansado —respondió Laurus.

Norek le puso unas pocas aceitunas en la mano, momento que aprovechó  para agarrarlo de la muñeca y acercarlo hacia él, de espaldas al resto  de puestos.

—¡Laurus, escúchame, me han pedido un favor y no he podido negarme!  He tenido que recomendar una taberna de Robleda para un encuentro esta  noche. Nada que deba preocuparte pero tampoco que deba interesarte —le  susurró nervioso Norek, mesándose y rascándose la barba de chivo.

—¿Qué? ¿Quién va a venir esta noche, Norek? ¿Por qué tienes que  enviarme a extraños? ¿Por qué no les recomendaste la Sirena Alegre, ese  antro de mala muerte o, mejor, la Parada, de tu buen amigo Petrus  Juncovivo? —le respondió airado Laurus, imaginando nada bueno de la  noticia.

—Laurus, por Velex, no digas estupideces. Una persona llegará antes  de que anochezca y pedirá un reservado. Tú tienes un reservado perfecto,  lo sé bien —comenzó Norek.

—¡Junto a mi domitorio! —interrumpió Laurus con un grito ahogado.

—Cerca de la medianoche, aparecerá otra persona con la que está  citada la primera. La reconocerás porque te pedirá algo inusual y  entonces la llevarás al reservado y los dejarás solos. Se irán en  silencio cuando vayas a cerrar de madrugada, sin despertar ninguna  sospecha y sin ocasionarte ningún problema. Te darán algo de oro. Yo ya  he tenido mi parte y créeme que merece la pena. ¡Te he hecho un favor!  —Norek entendió que ya había dicho más que suficiente y volvió a  colocarse tras sus mercancías disimulando.

—Bueno, ¿te vas a llevar a esas aceitunas con tomillo o no? —Preguntó un forzado Norek.

—Sí, Norek, claro que me las llevo, sobre todo si no me dejas otra  elección… eso sí, ya te las pagaré otro día, sabes que puedes confiar en  mí… —respondió con ironía Laurus, que metía el saquillo con sus  aceitunas en la carretilla y le lanzaba una mirada de enfado a Norek.

* * * *

Laurus llevaba toda la tarde sirviendo estofados de pollo. A decir  verdad, más preocupado que por el costillar de cabrito que seguía  intacto, lo estaba por la visita que le habían anunciado por la mañana.  La tarde iba tocando a su fin y la luz huía de las calles, dando a paso a  los primeros farolillos y linternas. Dentro de la Jarra de Oro el  ambiente era estupendo. Una buena lumbre calentaba cada rincón de la  taberna y casi todas las mesas estaban llenas de lugareños bebiendo y  comienzo animadamente.

Al fin apareció la primera de las dos visitas. Imposible ignorarla.  Se trataba de un hombre de casi treinta años, enorme y enfundado en una  negra armadura completa de paladín. En su pecho brillaba una presea  extraña, con la forma de la cabeza de un dragón, pero todo en él  apuntaba a la Orden de Velex, el dios de la Guerra, guardían de Robleda.  No iba de incógnito para sorpresa de Laurus, que vio la sombra de  muchas batallas en su rosto surcado de cicatrices. Avanzó con paso firme  y sonoro hasta la barra tras la que se encontraba Laurus y ante la  mirada pasmada del resto de la parroquia allí congregada. De su cinto  colgaba un espadón de rica empuñadura y a su espalda, pegado, lucía un  imponente escudo de metal con remaches dorados. Inclinó la cabeza hacia  Laurus y con voz grave y tranquila, le preguntó:

—¿Tenéis un reservado para un viajero cansado?—

—Ehm, naturalmente, Señor, precisamente dispongo de uno para visitas  ilustres como la vuestra. Acompañadme por esta puerta y podréis sentaros  apartado del ruido y las conversaciones impertinentes —indicó Laurus,  que salía por un extremo de la barra mientras volcaba algo de estofado  en un plato hondo para luego cambiar de opinión y abandonarlo en un  poyete.

Laurus lo condujo a través de la estrecha puerta y por el pasillo  hasta una pequeña habitación privada que horas antes había limpiado y  acondicionado. Había colocado la mesa en el centro y tres sillas  alrededor, dejando el lado desnudo dando a la puerta. Varias linternas  colgaban de la pared iluminando la estancia sin ventanas, perfecta para  encuentros de este tipo, algo que hacía tiempo Laurus se había jurado  evitar en el futuro.

El hombre examinó la sala desde el umbral, lentamente, para  finalmente asentir y entrar. Se sentó en la silla opuesta a la entrada y  pidió una enorme jarra de cerveza y un buen pedazo de carne.

—Todavía nos queda la mejor pieza de costillar de cabrito y sería una  pena que se malgastara en boca de otro —sugirió Laurus con el instinto  comercial intacto.

—Sí, traedme el costillar a ver si conseguimos que esta taberna deje de apestar a pollo cocido — respondió divertido el paladín.

Una vez que Laurus le hubo servido la bebida y la comida, pidió no  ser molestado y Laurus cerró la puerta y volvió a sus quehaceres.  Todavía seguía sorprendido de tener lo que a todas luces era un paladín  en una taberna, en su taberna. Los clientes que aún seguían en las mesas  simulaban centrarse en sus asuntos pero Laurus descubría miradas  furtivas a la puerta de acceso a la zona privada y más cuchicheos que  conversaciones.

Al cabo de unas horas, y con la parroquia renovada por completo, surgió otra figura en el umbral.

Se trataba de una mujer de estatura media y complexión atlética toda  embozada en cuero negro y ocre. Una capa negra con capucha la cubría  desde el cabello, de media melena y con reflejos dorados y rojos, hasta  las rodillas, donde surgían unas oscuras botas ajustadas y de aspecto  aterciopelado. La porción del cinto que podía verse parecía estar  repleta de bolsitas y otros colgantes.

En un instante la tenía delante de sus ojos, mirándolo muy fijamente.  Era de tez pálida y muy bella y le costó desviar su atención de sus  labios cuando, tras humedecerlos, le dijo:

—Tabernero, me gustaría disfrutar de una botella de vino de la bodega de RojoSauce, añada del 485 —pidió la mujer.

—Buen gusto, ciertamente —coligió Laurus.

—Del lote rojo, claro —apuntó la mujer, sonriendo con un mirada afilada.

Laurus se quedó de piedra. Desde luego, si ésta era la petición  inusual a la que debía atender, la señal no podía ser más clara. Él  poseía precisamente una botella de vino de esa misma bodega, de ese  mismo año y, sobre todo, del legendario lote rojo, del que sólo se  habían contado diez barricas de una producción total de trescientas.  Sintió miedo al saber que esa misma información ya no le pertenecía en  exclusiva y buscó reconfortarse en la cantidad de carne adobada que  podría comprar tras el pago por sus servicios.

—Por supuesto, aguardad un instante. Iré a por ella y a por dos copas  que le hagan justicia. No todos los días se disfruta de un caldo tan  excepcional —dijo Laurus antes de cruzar la misma puerta, superar el  reservado y bajar las escaleras hasta su despensa y bodega.

Las tres vueltas de llave seguían allí pero las deshizo  descorazonado. Buscó en su estante especial y extrajo la magnífica  botella que siempre había soñado que le pidieran, aunque, en honor a la  verdad, siempre se había imaginado a un noble viajando de incógnito  incapaz de renunciar a sus placeres o un rico comerciante dispuesto a  ofrecer una enorme suma por su taberna agradecido por la calidad de sus  vinos.

Al volver a la sala, se encontró algunas mesas vacías de más y, de  las otras, con sus ocupantes aparentemente absortos en sus vasos y  platos, sin decir palabra. La mujer, apoyada en la espalda contra la  barra los miraba divertida. A Laurus no le dio tiempo a servir el vino,  la mujer le arrebató las dos copas y la botella de la mano y se metió  por la puerta del fondo, desapareciendo al instante de la vista de  Laurus.

* * * *

Laurus se entretenía limpiando por tercera vez platos y pucheros ya  prístinos de tan minucioso trabajo mientras los últimos clientes,  tambaleándose, se despedían en dirección a sus casas. Hacía tiempo que  las campanas habían marcado la medianoche y las calles sólo eran refugio  de borrachos y vagabundos. Laurus aprovechó para ir apagando la mayoría  de las velas y linternas de la sala y aguardó sentado en una de las  mesas cercana a las brasas de la lumbre. Se sorprendió a sí mismo con  algo de hambre pero prefirió no moverse en absoluto, confiando en que la  espera fuera corta y las dos figuras salieran de su taberna dejando una  generosa compensación por su hospitalidad.

Sin embargo, nada de esto ocurrió y siguieron pasando las horas. Se  encontraba prácticamente a oscuras y el hambre era ahora acuciante pero  más importante era la preocupación por el largo periodo de tiempo sin  noticias de sus visitantes. Finalmente, venció lo suficiente a su temor  como para acercarse a la barra y tomar un cuenco de frutas con el que se  dirigió a la puerta de acceso al pasillo. Cada paso le costaba una  honda respiración y trataba de hacer el menor ruido posible pero se  cuidaba de no ser absolutamente silencioso y confundir peligrosamente a  las dos personas del reservado con su llamada a la puerta.

Cuando llegó a la puerta, tocó suavemente con los nudillos —¿Señores?  —pero no obtuvo respuesta. —¿Señores? traigo algo de fruta fresca,  perfecta para acompañar una noche de vigilia, si me permitieran…  —silencio. Espero unos instantes y empujó la puerta suavemente hasta  abrirla del todo sin que nada o nadie lo interrumpiera.

—¡Oh, no! —chilló en un grito cortado.

En la sala no había dos figuras, sólo una, la del paladín, y estaba  postrado en la mesa, sentado donde lo dejara muchas horas antes, con la  cabeza metida en el cuenco del costillar y la mano derecha a escasos  centímetros de una de sus preciosas copas, volcada y con todo el  contenido derramado por la mesa. No había rastro alguno de la mujer pero  sí de la botella de vino y, junto a ella, de una bolsa de terciopelo  rojo que al cogerla tintineó con peso, dejando a la vista una breve nota  escrita con erudita caligrafía.

La nota decía así:

—El vino estaba magnífico, aquí tiene un justo pago para poder comprar más del mismo lote y guardarlo con el debido celo.—

Laurus miró la botella con pesar. Estaba casi vacía pero el aroma  seguía siendo embriagador. No se atrevió a tocarla, se retiró hasta la  puerta y mirando la escena de nuevo, murmuró con cansado sarcasmo:

—Grady, amigo ¿aceptarías un paladín muerto en mi casa a cambio de tu hija Sasha?—

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